11 de enero de 2007

El tercer hombre

Ramiro Tamayo era un boliviano de cara filosa y fiebre en los ojos. Algo le debía digerir la comida, que no su estómago. Un día murió de esa comezón. Me lo explicó llorando su mujer cuando recibió otra carta mía dirigida a su marido muerto y enterrado. Ramiro podía ser mi padre y lo había conocido por alguna recomendación familiar. Era un fabricante de candidatos. Un inventor de políticos, pero no de esos que venden humo. En su currículum tenía campañas en Wisconsin o Peoria, en Hermosillo y El Salvador. En Bahía y Santa Cruz de la Sierra. Había fabricado alcaldes, intendentes, gobernadores y prefectos. Nunca un presidente.

Cada vez que nos veíamos intentaba convencerme de dos cosas: las bondades de la proyección de Arno Peters y la teoría del Tercer Hombre. Peters es el inventor de una proyección plana y rectangular del globo terráqueo tan ajustada a las reales superficies, que los continentes parecen deudos del conde de Orgaz. La proyección de Mercator no se anda con sutilezas de tamaños y se adapta sin problemas al modelo documental, rectangular, de nuestros atlas, libros y periódicos: basta con saber que reproduce una esfera, aunque con distorsiones. Solo es proporcional a la tierra el globo terráqueo, pero es incómodo de llevar en la valija. A eso ya lo sabían los griegos, un califa de Bagdad de la época de Carlomagno y el Gran Almirante antes de lo del huevo.

Lo del Tercer Hombre era mucho más interesante. Ramiro buscaba a su primer presidente en la Argentina. Un hombre -varón o mujer- que no fuera de la derecha ni de la izquierda ni del centro. No andaba atrás del oficialista ni del opositor ni del tránsfuga. Era todo lo contrario, pero al explicarlo se le salían los ojos del cráneo y no conseguía terminar las frases. El tercer hombre salvaría nuestra tierra de la tiranía del primero y el segundo. Es el que puede terminar con 200 ó 500 años de reparto injusto entre dos facciones distintas pero iguales. Solía hablarme de un hombre real, con nombre y apellido, pero todavía no me atrevo ni a recordarlo, por las dudas. La muerte voraz que llevaba adentro lo encontró antes a él en Buenos Aires.

Cada vez que aparece un nuevo candidato en cualquier municipio, provincia o nación, me pregunto si no será ése el tercer hombre de Ramiro, pero tardo apenas dos días para encasillarlo donde los de siempre. Me entusiasmaba con los candidatos venidos de las artes, del deporte, de la moda, del cine y hasta de los periódicos, y soñaba con conocer por fin al Hombre, pero siempre terminé defraudado. Lo imaginaba corriendo como Forrest Gump por la ruta 9, desde La Quiaca a Buenos Aires para terminar con la corrupción y los desencuentros de la Argentina. Alguien que limpiara al país de la mordida, la coima, el arreglo y los aprietes. Demasiado le estaba pidiendo a mi tercer hombre…

Pero el año pasado por fin apareció un tercer hombre en la Tierra sin Mal, como llamaban los guaraníes a su paraíso vegetal. Joaquín Piña tiene 76 años y es de Sabadell, aunque vive en las antiguas Misiones del Guayrá hace más de 50 años. Don Joaquín no es héroe ni prócer. Es bueno como el pan y transparente como el agua. Con ese equipaje se atrevió a enfrentar el poder despótico de un gobernador mesiánico que se creía invencible. Lo derrotó en camiseta y alpargatas, como David a Goliat, y se volvió a su casa. Ahora estoy convencido: los déspotas de este mundo tienen los pies de barro: se los tumba con la audacia y la valentía de los inocentes.