15 de febrero de 2005

Antigua Guatemala

En 1541 a Pedro de Alvarado, Adelantado, Capitán General y Gobernador de Guatemala, se le cayó encima el caballo del escribano Montoya que venía rodando desbarrancado por una ladera de las sierras Molucas, en la Nueva Galicia, al sur de México. Murió a los pocos días confesado y comulgado. Doña Beatriz de la Cueva, su tercera mujer, se vistió de luto, pintó de negro su palacio y tomó el poder con el nombre de Lasinventura. A los dos meses exactos un deslave de agua y barro arrasó su negro palacio, que no era más que un rancho. El alud se desprendió de la boca llena de agua del volcán que domina el valle de Santiago de los Caballeros, recién fundado por su marido a 2.000 metros de altura. Murieron Lasinventura y 30 castellanos. Desde entonces el volcán se llama de Agua y es uno de los tres que adornan el escudo y el paisaje de la Antigua Guatemala. El de Fuego fuma sin parar desde que se tiene memoria y muy seguido chisporrotea enojado. El Acatenango es el más alto, pero el que menos se ve.

Fuimos a la Antigua varios periodistas y profesores que dictábamos un taller en la Nueva Guatemala. Conocimos, guiados como reyes por rector de la Universidad del Istmo, el monasterio de las clarisas, el convento de Santo Domingo, la Universidad de San Carlos, la tumba del Hermano Pedro y la vieja catedral, todavía en ruinas.

Se refundó Santiago, donde ahora está la Antigua Guatemala. Pero en 1773 un terremoto feroz cansó la paciencia del gobernador que la abandonó y estableció la Nueva Guatemala de la Asunción 30 kilómetros más abajo, en contra de la opinión del obispo. Por eso el Gobernador consiguió de Carlos III autoridad para ajusticiar a todo el que pretendiera reconstruir sus casas o iglesias. Contra el real decreto la Antigua siguió viva, aunque sus edificios agonizaran arruinados.

La tozudez del obispo mantuvo viva a la ciudad. La catedral ocupó el primer tramo, transversal, que quedó en pie, acostado sobre la plaza de armas de la ciudad. Más allá solo hay columnas y cascotes colosales, desparramados donde cayeron en 1773. La mayoría de las iglesias, palacios y casas están en pie y han aguantado los terremotos que la sacuden cada 50 años. En Guatemala se impuso el estilo temblor: barroco o neoclásico pero achaparrado y fortachón.

Las casas tienen frentes anchos y amplios, con portal y zaguán al medio. Tres patios con galerías corridas se suceden de mayor a menor. El primero para los padres, el segundo para los hijos y el trasero para los empleados, algunas plantas y animales. Los más pobres tienen dos, o uno. Mírese por donde se mire aparece el volcán de Agua, amenazante, cónico y verde.

San Pedro de Betancourt era un lego franciscano tinerfeño que fundó un cotolengo para enfermos desgraciados. Por todas las esquinas se los ve al sol delicioso del trópico, remolcados en carros por monjitas de todas las ganaderías o voluntarias rubicundas del norte de América y del de Europa. El hermano Pedro está allí enterrado, en el convento de San Francisco, y lo visitan miles de personas por día para robarle favores y milagros.

Los solares son los más caros de Guatemala porque se ha puesto de moda tener casa en la Antigua. Todo se construye y reconstruye en el estilo original. La temperatura es luminosa. Hay librerías mágicas, bares y restaurantes para soñar y un hotel de siete habitaciones donde te despiertan las herraduras de un caballito en el empedrado.